LA QUINTA ESQUINA
Cuando en los pueblos no había esquelas
Diario de León
Jesús A. Courel 25/07/2012
Cuando don Octavio Manteca alcanzó la plaza de La Chana, varias personas salieron a su encuentro. El médico venía a visitar a Fundisela Blanco. Sin embargo, las gentes allí reunidas no conocían mujer en el pueblo con ese nombre. Tras un rato de animada charla, le dijeron que la única enferma que había era la tía Jarcisa. Tras indicarle donde vivía, el médico pudo comprobar que se trataba de la paciente que buscaba. Aquel día los vecinos del pueblo descubrieron que la tía Jarcisa se llamaba en los papeles, Fundisela Blanco. Sirvió de poco porque nadie la llamó así y fue la tía Jarcisa hasta que se murió, dijera lo que dijera el DNI o don Octavio Manteca. «Una noche cerraremos nuestros ojos. Lo demás es del viento y de la espuma», que diría Leopoldo Panero.
Cuando los pueblos tenían gente, la muerte de uno de sus habitantes solía ser un momento doloroso porque la comunidad perdía a uno de los suyos. En el momento de la agonía, siempre había algún vecino o pariente que leía algún libro piadoso sobre el viaje de las almas. Se encendían cirios y se les ponían sobre el cuerpo objetos religiosos, además de rociarlos con agua bendita. Luego se daba la extremaunción en presencia de familia y amigos, casi siempre con la habitación llena de gente. En muchos casos, los habitantes del pueblo acompañaban al cura con el Viático, en una procesión improvisada desde la iglesia a la casa del que estaba en trance de morir, cada cual portando una vela en un silencio que solo rompía el sonido de la campanilla del sacristán, cada diez o doce pasos. Este cortejo de despedida, suponía el adiós solemne y triste de la comunidad a un miembro de la misma, siendo las atenciones a la familia un ejemplo de convivencia que despareció con la modernidad.
El velatorio fue terapia de grupo, alivio para el dolor familiar y para ahuyentar el miedo de cada uno a su propia muerte. Por ello, los velatorios en las aldeas fueron, en muchas ocasiones, una fiesta donde la vida se afirmaba sobre la muerte. Pero la solidaridad de los pueblos es mera anécdota en las urbes, nutridas con individualismo y enfermiza competencia, donde la prisa lo desdibuja todo. La muerte en la ciudad es materia huidiza. Hace unos días, falleció en Ponferrada José Luis García Herrero. Nos enteramos por la esquelas o las redes sociales, pero no hubo cortejo de despedida. Echaremos de menos sus escritos sobre la bárbara especulación urbanística (animada por la complicidad y el silencio de muchos), que convirtió tantas ciudades en espacios anónimos donde cualquier anciano se muere sin nadie de la comunidad le eche de menos…
Había que hacer algo.
Cuando los pueblos tenían gente, la muerte de uno de sus habitantes solía ser un momento doloroso porque la comunidad perdía a uno de los suyos. En el momento de la agonía, siempre había algún vecino o pariente que leía algún libro piadoso sobre el viaje de las almas. Se encendían cirios y se les ponían sobre el cuerpo objetos religiosos, además de rociarlos con agua bendita. Luego se daba la extremaunción en presencia de familia y amigos, casi siempre con la habitación llena de gente. En muchos casos, los habitantes del pueblo acompañaban al cura con el Viático, en una procesión improvisada desde la iglesia a la casa del que estaba en trance de morir, cada cual portando una vela en un silencio que solo rompía el sonido de la campanilla del sacristán, cada diez o doce pasos. Este cortejo de despedida, suponía el adiós solemne y triste de la comunidad a un miembro de la misma, siendo las atenciones a la familia un ejemplo de convivencia que despareció con la modernidad.
El velatorio fue terapia de grupo, alivio para el dolor familiar y para ahuyentar el miedo de cada uno a su propia muerte. Por ello, los velatorios en las aldeas fueron, en muchas ocasiones, una fiesta donde la vida se afirmaba sobre la muerte. Pero la solidaridad de los pueblos es mera anécdota en las urbes, nutridas con individualismo y enfermiza competencia, donde la prisa lo desdibuja todo. La muerte en la ciudad es materia huidiza. Hace unos días, falleció en Ponferrada José Luis García Herrero. Nos enteramos por la esquelas o las redes sociales, pero no hubo cortejo de despedida. Echaremos de menos sus escritos sobre la bárbara especulación urbanística (animada por la complicidad y el silencio de muchos), que convirtió tantas ciudades en espacios anónimos donde cualquier anciano se muere sin nadie de la comunidad le eche de menos…
Había que hacer algo.
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